lunes, 24 de septiembre de 2012

Desnudez


Toda mujer sabe que puede nacer, una y mil veces...


Cerró los ojos. La lluvia artificial se deslizaba acariciando su cuerpo desnudo.
Entre esas cuatro paredes fluía el universo entero.
Con ambas manos froto suavemente y en círculos su agotada expresión. Se acaricio el pelo, consolándolo por no decidirse entre crecer o ser eternamente joven.
Acarició su geografía. Y por primera vez sus manos se adueñaron de su presente. Peregrinas y soberanas. 
Recorrió su vientre, buscando las vasijas que contenían un futuro que se retrazaba en llegar.
Ahuecó sus manos para abrazar sus pechos. Y los descubrió como recipientes que albergaban el alimento universal. Increíble manifestación de la maravillosa sustancia de la vida misma.
Dibujo su boca. Aquella que murió fundida en la clandestinidad de comisuras ajenas. Nunca propias. Esquivas. Con sabor a chocolate amargo.
Al mirarse se vio desnuda. Se vio. En el vientre materno.
Se recorrió a si misma. Sobre sí misma. Su sexo. Sus piernas.
Buscó incesantemente ese pedazo de piel que luego llamaría Vida. Que la haría parir deseos transcendentes. Que encendería sus ojos al calor de una mirada.
Sintió el vértigo de la soledad del nacimiento.
Porque en eso estaba. Intentando volver a nacer.
Y volvió a sentir el placer de estar desnuda.
Cerró la ducha. Escupió un suspiro. Se vio y se alegró con su desnudez.
Se asomó a la vida como llegó. Sin ataduras. Sin envoltorio. Con alivio.

Ana Romero

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