lunes, 24 de septiembre de 2012

Locro para seis o siete personas



Así decían un par de palabras acomodadas una tras otra, que formaban un presuroso título de un escrito alborotado.
“Medio kilo de maíz blanco. Un cuarto de poroto, del blanco. Un chorizo colorado. Dos de los comunes. Doscientos gramos de panceta. Un kilo de falda. Y medio kilo mas de carne, que pueden ser: carnaza, paleta o palomita. Verduras: cebolla (una entera, total después se saca), zapallo, morrón y dos zanahorias. Condimentos a gusto.”
La alquimista de turno era mi madre. Y sus manos estigmatizadas con cicatrices de una enfermedad que no pudo con ella. Yo sonrío cada vez que las veo. Y la siento invencible. Más fuerte que cualquier mujer que conozca.
-Primero hay que dejar reposar el maíz y el poroto en agua. Que el agua los limpie- dice.
Se encargaba de aclararme, siempre, que tenía que hacerlo el día anterior y por separado. Era necesario que el fruto de la tierra entre en el reposo del agua.
-Tenes que conseguir dos ollas bien grandes. Las cargas de agua y sal gruesa-. Vuelve a decir.          
A diferencia de la mayoría, pensaba que la sal gruesa es el ingrediente secreto para que las comidas tengan mejor sabor.
Dos recipientes. Al primero, le vertió agua abundante y sal. Gruesa. Los chorizos y los porotos blancos. Mas tarde, una vez que se acercan al punto de cocción. Pondría en esta primera olla las patitas de chancho también.
Al segundo recipiente, con agua y sal. Gruesa. Le pondrá el maíz blanco y la carne. Mas tarde, serían enviados al fuego la cebolla, el morrón y la zanahoria, en trozos. Siendo el invitado de honor, un zapallo carnoso y manchon, que teñiría toda la sopa virgen.
Después de un tiempo largo de espera. Y con la primera olla a punto. Retiró la carne y los chorizos para cortarlos en trozos pequeños. Y el poroto blanco que uno sobre otro harían una gran pirámide azteca.
-Tenés que tener cuidado de que nada pase de su punto justo de cocción. Revolver constantemente para que nada se pegue, ni se queme-. Dijo señalándome con el dedo índice a punto de dispararme. Sabe mejor que nadie de mi facilidad para la distracción.
En esa instancia, en trozos pequeños y medianos, la carne, el chorizo, las verduras y los porotos, pasaron a la olla principal.
Los condimentos hicieron de broche de oro. Revolvía una y otra vez la olla. Probando. Los olores y sensaciones asfixiaban el ambiente. Tenía la mirada perdida. Como si se fuera con cada sorbo hacia un viaje al que no la podía seguir. Simplemente observarla.
-Al final, pones todo en la olla principal que para que se unte el sabor y tome gusto correcto-. Sentenció sonriendo
La miré, pensando que por mas que lo haya escrito paso a paso. Desde este lugar, no podría seguirla en ese viaje. Solo ser testigo. Testigo de un proceso que impregnan recipientes de sabores a mujeres alquimistas, llenas de magia y divinidad. Después de todo, el proceso, es siempre el lugar de mayor belleza. 

Ana Romero

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