lunes, 24 de septiembre de 2012

El miedo


En algún lejano pueblo de Oriente, un joven monje le preguntó a su maestro acerca del significado del miedo. El maestro no dudó un instante y lo llevó a la cima de la Montaña Antigua. Una vez en la cumbre, lo sentó a su lado y lo invitó a observar lo que había del otro lado de ella.
El joven, quien había pasado todos los años de su vida en compañía de maestros y paisajes que se derramaban ante sus pies, abrió sus ojos ante un majestuoso accidente geográfico desconocido para él hasta ese momento.

-El miedo habita en la ciudad del hombre-, dijo el maestro.

Cuentan que al principio de los tiempos, se generó una batalla entre los dioses creadores. Luego de dar forma a la primera nación que habitaría esta tierra, aquellos que gobernaban la oscuridad decidieron que los primeros seres no deberían poseer las cualidades que ellos ostentaban. Es decir, la idea de que el hombre fuera capaz de generar su propio destino les resultaba, al menos, peligrosa. En tal sentido, generaron la fórmula para que éste se viera imposibilitado de crear. Para ello inventaron una sombra que lo perseguiría, y los asaltaría sorpresivamente. Cuando menos se lo esperan, sobre todo, cuando la visión deja de ser clara. En ausencia de la luz. Una sombra que les impondría límites claros a su capacidad. Y principalmente, aislamiento.

Es así, como se dio el primer acto de violencia en la humanidad, motivada por este astuto compañero que aparece ante los ojos desprevenidos. Escondido y enrollado como un felino de pelo azabache, que solo se deja ver si abre sus ojos en la oscuridad. Ojos encendidos como dos bolas de fuego. Cuando este se despierta y ataca al hombre, es tan grande y tan fuerte que hace realmente difícil su control. Y aunque se camine ligero, más rápido son sus pasos. Y es imposible alejarse de él.

El primer acto de violencia, lo generó el miedo. A perder. A morir. A morir primero. Así se dio el primer golpe de muerte de un hermano contra otro. Así la sangre hizo correr sangre. Porque miedo y violencia, son dos dioses que se disfrazan. Y nos disfrazan, sin que nos demos cuenta. Y nos alejan, aun de nosotros mismos. Y nos convierten en manos que golpean. En palabras que matan. En miedos que nos inundan como un río que perdió el cause. Y que se vuelve incontrolable. Inmanejable.
Y nos hace temer de otros. De nosotros mismos. Del camino que andamos. Y del futuro que aun no es. Miedo a perder. A ser lanzado al vacío. A despedir. Entonces es mejor huir. Sensación de miedo. A la falta de defensa.  A sentirse indefenso ante situaciones que solo son creadas por nuestra mente. Miedo al miedo. A sentir miedo. A estar solo frente al miedo. Solo. Frente a un futuro potencial, que no existe. Que no es un hecho. Que solo es producto de nuestra mente.

Esos dioses tenían una apetencia, dijo el maestro: hacerle creer al hombre que no era capaz de crear su presente. Debilitarlo. Hacerlo pequeño. Como un grano de arena frente al inmenso mar.
Entonces, le impusieron el futuro y el pasado. Como formas de distracción. Para que no pueda vivir, ni crear presente. Para encerrarlo en una habitación sin luz, ni ventanas. Para asfixiarlo y que pierda el aire necesario para vivir. Para que le tenga miedo a la oscuridad. Miedo a abrir una puerta en la noche. A que se abra la puerta. Y venga el golpe. El tiro. La miseria. El fracaso y el dolor.

El miedo a “no ser”, para que al fin y al cabo, el hombre no sea. Para que no pueda ver quien es. Quien lo acompaña. Y la vida que lo rodea.
Miedo a tocar la palma de la mano de quien se encuentra enfrente. Miedo a rozar la piel. Atrapar caricias en instantes eternos. Instantes. Caricias. Eternas.
Miedo a amar. A ser amado. A perder al ser amado. A perder.
Miedo al amor. A la soledad. Al amor otra vez. Y al olvido.

El hombre perdió así la noción de eternidad. Condensada en el instante. Olvidó que nada se pierde. Que todo es presente. Que todo es, simplemente, una y otra vez.
Se las arregla entonces para huir, siempre…del presente. Avanzando al pasado. Y retrocediendo lo que viene.

El miedo, finalmente, lo convierte en un montón de ruinas que ni siquiera sirve para degustaciones antropológicas.  

Después de terminar su relato, el Maestro observó los ojos del joven. Y los vio con profunda tristeza.

-No temas-le dijo y le brindó una sonrisa reverente.

-El miedo solo habita en la ciudad del hombre. Porque solo en ella puede habitar. Nada en la naturaleza, es producto del miedo. Y nada es temible. El miedo es producto del gris. Del gris cemento. Gris cerebro. Llegará el día en que el hombre será capaz de recuperar la memoria de su origen. Recuperará la visión de si mismo, de la luz que lo rodea y su capacidad de ser presente. De ser tiempo. De ser vida creadora de luz, sobre el mismo y sobre otros. Y el miedo será, apenas, una pequeña sombra, tan diminuta como el grano de arena. Se invertirá el orden y el hombre ya no escuchará lo que los dioses creadores del miedo tengan para decir. 

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