En algún lejano pueblo de Oriente, un joven
monje le preguntó a su maestro acerca del significado del miedo. El maestro no
dudó un instante y lo llevó a la cima de la Montaña Antigua. Una vez en la cumbre,
lo sentó a su lado y lo invitó a observar lo que había del otro lado de ella.
El joven, quien había pasado todos los años de
su vida en compañía de maestros y paisajes que se derramaban ante sus pies,
abrió sus ojos ante un majestuoso accidente geográfico desconocido para él
hasta ese momento.
-El miedo habita en la ciudad del hombre-, dijo
el maestro.
Cuentan que al principio de los tiempos, se
generó una batalla entre los dioses creadores. Luego de dar forma a la primera
nación que habitaría esta tierra, aquellos que gobernaban la oscuridad
decidieron que los primeros seres no deberían poseer las cualidades que ellos
ostentaban. Es decir, la idea de que el hombre fuera capaz de generar su propio
destino les resultaba, al menos, peligrosa. En tal sentido, generaron la fórmula
para que éste se viera imposibilitado de crear. Para ello inventaron una sombra
que lo perseguiría, y los asaltaría sorpresivamente. Cuando menos se lo
esperan, sobre todo, cuando la visión deja de ser clara. En ausencia de la luz.
Una sombra que les impondría límites claros a su capacidad. Y principalmente,
aislamiento.
Es así, como se dio el primer acto de violencia
en la humanidad, motivada por este astuto compañero que aparece ante los ojos
desprevenidos. Escondido y enrollado como un felino de pelo azabache, que solo
se deja ver si abre sus ojos en la oscuridad. Ojos encendidos como dos bolas de
fuego. Cuando este se despierta y ataca al hombre, es tan grande y tan fuerte
que hace realmente difícil su control. Y aunque se camine ligero, más rápido
son sus pasos. Y es imposible alejarse de él.
El primer acto de violencia, lo generó el
miedo. A perder. A morir. A morir primero. Así se dio el primer golpe de muerte
de un hermano contra otro. Así la sangre hizo correr sangre. Porque miedo y
violencia, son dos dioses que se disfrazan. Y nos disfrazan, sin que nos demos
cuenta. Y nos alejan, aun de nosotros mismos. Y nos convierten en manos que
golpean. En palabras que matan. En miedos que nos inundan como un río que
perdió el cause. Y que se vuelve incontrolable. Inmanejable.
Y nos hace temer de otros. De nosotros mismos.
Del camino que andamos. Y del futuro que aun no es. Miedo a perder. A ser lanzado
al vacío. A despedir. Entonces es mejor huir. Sensación de miedo. A la falta de
defensa. A sentirse indefenso ante
situaciones que solo son creadas por nuestra mente. Miedo al miedo. A sentir
miedo. A estar solo frente al miedo. Solo. Frente a un futuro potencial, que no
existe. Que no es un hecho. Que solo es producto de nuestra mente.
Esos dioses tenían una apetencia, dijo el
maestro: hacerle creer al hombre que no era capaz de crear su presente. Debilitarlo.
Hacerlo pequeño. Como un grano de arena frente al inmenso mar.
Entonces, le impusieron el futuro y el pasado.
Como formas de distracción. Para que no pueda vivir, ni crear presente. Para
encerrarlo en una habitación sin luz, ni ventanas. Para asfixiarlo y que pierda
el aire necesario para vivir. Para que le tenga miedo a la oscuridad. Miedo a
abrir una puerta en la noche. A que se abra la puerta. Y venga el golpe. El
tiro. La miseria. El fracaso y el dolor.
El miedo a “no ser”, para que al fin y al cabo,
el hombre no sea. Para que no pueda ver quien es. Quien lo acompaña. Y la vida
que lo rodea.
Miedo a tocar la palma de la mano de quien se
encuentra enfrente. Miedo a rozar la piel. Atrapar caricias en instantes
eternos. Instantes. Caricias. Eternas.
Miedo a amar. A ser amado. A perder al ser
amado. A perder.
Miedo al amor. A la soledad. Al amor otra vez.
Y al olvido.
El hombre perdió así la noción de eternidad.
Condensada en el instante. Olvidó que nada se pierde. Que todo es presente. Que
todo es, simplemente, una y otra vez.
Se las arregla entonces para huir, siempre…del
presente. Avanzando al pasado. Y retrocediendo lo que viene.
El miedo, finalmente, lo convierte en un montón
de ruinas que ni siquiera sirve para degustaciones antropológicas.
Después de terminar su relato, el Maestro
observó los ojos del joven. Y los vio con profunda tristeza.
-No temas-le dijo y le brindó una sonrisa
reverente.
-El miedo solo habita en la ciudad del hombre.
Porque solo en ella puede habitar. Nada en la naturaleza, es producto del
miedo. Y nada es temible. El miedo es producto del gris. Del gris cemento. Gris
cerebro. Llegará el día en que el hombre será capaz de recuperar la memoria de
su origen. Recuperará la visión de si mismo, de la luz que lo rodea y su
capacidad de ser presente. De ser tiempo. De ser vida creadora de luz, sobre el
mismo y sobre otros. Y el miedo será, apenas, una pequeña sombra, tan diminuta
como el grano de arena. Se invertirá el orden y el hombre ya no escuchará lo
que los dioses creadores del miedo tengan para decir.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy bueno Ana!!!!!!!
ResponderEliminarGracias Ale!
ResponderEliminarUn abrazo compañero....compañero!
gracias a tu inspiracion... cada vez me cuesta menos leer...
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