lunes, 24 de septiembre de 2012

Historia de un hombre sin nombre


No importa cuánto tiempo perduren ante nuestros ojos
Si no su impresión en nuestras pupilas
Y su ausencia eternizada en nuestra piel


Tiene setenta y dos años cumplidos y un solo amigo: Fiera. Un perro marca perro, de pelo color canela, flaco como una alfombra. Lo acompaña por un poco de comida y porque siente mucha pena por su dueño. 
Todas las mañanas, el despertador aturde las paredes de la habitación, a las 06:00. El peso de la rutina es lo único que otorga a sus días el sentido que les falta.
Pone la pava a la hornalla. Recoge el diario de la puerta y se dirige al baño. El espejo le devuelve una imagen que frunce su ceño. Cara de media luna agrietada. Ojos profundos, labios finos, orejas grandes y descubiertas. Y como si esto fuera poco, Dios se ensañó con él concediéndole una nariz absolutamente desproporcionada. Más bien, proporcional a la fealdad. Luego de cepillarse los dientes, hace gárgaras para limpiar su garganta del cigarro del día anterior. Sólo le resta acomodar un par de pelos color gris opaco, que se bajaron de la frente a la nuca y de allí hasta el hombro.
Desayuna mate amargo, dos rodajas de pan negro y un cigarro de tabaco puro. Se detiene unos minutos a terminar de matar sus esperanzas de que sea un buen día con los titulares del diario. Rodeado de recuerdos.
Sus trofeos: veintisiete pelotas pinchadas. Personalmente, le fastidiaba mucho que lo despertaran durante la siesta del domingo para recuperarlas. Sin embargo, ahora las mira y recuerda las veces que ella le pidió que fuera más gentil. Ahora odia no haberle hecho caso. Vinilos, algunos libros, diarios viejos, recipientes, herramientas, objetos de la calle, artefactos abiertos sin reparar, restos de comida, envoltorios, mugre, mas objetos. Todo desparramado al máximo, para evadir la soledad.
En un rincón, sonriendo, inmóviles, pequeños, dos nietos que no volvió a ver. Y su hijo, su mirada sin regresar.
La voz del noticiero y el “pi” del cambio de hora lo traen de vuelta. La vieja radio anuncia el estado del tránsito, la temperatura y que ya es hora de comenzar el día.
Terminada la ceremonia. Se calza el mismo atuendo de cada día. Su antigua camisa a cuadros, marrón y azul. El único pantalón con dobladillo que le queda. Lamenta no haberla observado cuando ella hacía ese trabajo con tanto amor. No haberse detenido en ese instante por más tiempo. Tal vez hubiera aprendido. O logrado retener mas detalles en su memoria. Acomoda su figura escuálida en ese viejo pantalón. Amordazado por arriba de la cintura, con un cinturón descolorido. Medias y zapatos a tono.
Al acercarse a la puerta saluda a su fiel amigo. Revisa su billetera: documento, algunos billetes y la foto de su única compañera. Que si no fuera por ese puto cáncer, todavía estaría allí.
Abre la puerta de la calle Cervantes y se dirige al bar, rogando al mismo dios que maldice que se apiade pronto y lo reencuentre con ella.

Ana Romero

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