lunes, 24 de septiembre de 2012

Martes de invierno


Era una fría noche de un martes cualquiera, pero de invierno. Tenía que ser en invierno. Afuera, el viento soplaba y se oía como el relinchar de un caballo a punto de escapar. Su galope me helaba los dedos. Los de las manos, los de los pies y la nariz. Esa nariz que poco a poco se va sintiendo como una ruta de hormigas. Que incansables, retienen el llanto y con sus piecitos van marcando el trayecto del dolor.
Va a ser mejor que te vayas. Lo dije lo más rápido que pude. Sin pausa. Y mis palabras me bloquearon la garganta. No cierres, por favor, pidió él. Mientras dibujaba cuidadosamente la melodía de un ruego. Parado en la vereda, mirándome con la expresión de una habitación desolada.  
Enmudecí y esquivé la mirada. Me aferré a mis propios brazos.  Los tenía  cruzados, uno arriba del otro. Como abrazándome, para no ceder. Para no perder. Otra vez.
Un suspiro me caminó la espalda, congelándose en ese instante. Y de repente, me vi a mi misma, parada en el umbral de mi casa. Sosteniendo la puerta entreabierta.
Miré hacia arriba y el cielo me parecía una bóveda color azul oscuro. Marino. Tiene que ser azul marino, pensé. Porque debe ser un mar. Un mar sereno, inmóvil, inerte. Repleto de estrellas de mar, que nacen y mueren según las estaciones.
Fijé los ojos en el cielo.  Y observé el hilo gris que despedía mi exhalación. Ojala no hubiera dejado de fumar, me vendrían bien algunas pitadas una noche como esta. Donde el cielo se convierte en un espejo, que muestra como el viento helado nos transforma, en bloques de hielo.  Cuando el frío se entierra en la segunda capa de la piel y tiene por mala costumbre meterse por las raíces. Recorrer el cuerpo hasta acurrucarse en la punta de los dedos. Y congelar las uñas, hasta quebrarlas.  
Rumiaba palabras que no iba a decir, sabiendo que no tenía que llorar. No antes que él se vaya. Ya ambos habíamos lloramos demasiado. Sin sentido. Este río perderá cause nuevamente y no sé cuánta agua puede perder en cada ocasión. Ojala el frío congele lo que queda.
Volví la mirada a la tierra, miré mis piernas. Mis pies en el perímetro de la baldosa que los contenía. Tomé aire y el silencio me permitió escuchar mi propia inhalación. Al devolver el aire hacia fuera, volví a ver la sombra gris en que se transforma el oxígeno, en los días de frío. Nunca había amado de esa forma. Pero el peso de ese amor me había quebrado la espalda. Cuánto pesará el amor, me pregunté
Perdonáme, pero va a ser mejor que no vuelvas, dije finalmente. Y en un instante, condensado de eternidad, cerré la puerta.

Ana Romero

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