El silencio
sobrevolaba el lugar y se posaba sobre la tensa atención del público
presente. Ocho miradas, dieciséis ojos,
estaban puestos sordamente sobre Manu, Lucho y el Colo. Como en cada ocasión,
se había acordado el botín, aunque todos sabían que allí se jugaba algo más.
Cada uno había puesto
dentro del círculo viejos tesoros: dos teras, tres lecheras, cuatro nortes y
una japo de cinco pétalos. Treinta en total, a todo o nada. Todo por el premio
mayor: el caniluz. Para Manu, había un premio extra: entre los pares de ojos,
estaban los de María Eugenia.
El círculo contenía
los viejos canicristales de cada competidor y sus aspiraciones de gloria. Tres
detrás del bandeo. Tres contendientes. Tres esperando el mismo momento y el
mismo triunfo. Troya sería el desafío final.
El primer tiro, el más
nervioso, le había tocado al jugador de pelo color zanahoria y pecas al tono.
Con las manos llenas de agua inquieta y ansiosa, disparó con un movimiento tan
libuloso, y con tanta mala suerte, que apenas consiguió empujar fuera del
círculo tres canicristales. Pero el bolón quedó dentro, y ahogándose en el
círculo, dejó fuera de juego a su dueño. Ninguno de los presentes podía creer
tamaño acontecimiento. Los lances de este jugador, habían trascendido las
fronteras de los distritos y muchas bellas durmientes esperaban el despertar de
este valiente competidor.
La disputa quedaba
entre Lucho y Manu.
En el anteúltimo tiro,
Manu recordó las veces que su padre le contó la hazaña con la que conquistó a
su madre. Él también había sido un habilidoso jugador de canicristal. Y eso le
había proporcionado grandes satisfacciones: una foto blanco y negro en el
mueble del comedor y una niña-mujer a quien amar. La arena del patio de los
recreos se asemejaba mucho al circo romano, le solía decir. Recién ahora, Manu
lo podía entender.
Manu pensaba que Lucho
era un gran oponente, así que no le molestaba que sea entre ellos la decisión
final. La ansiedad había logrado que Lucho perdiera el turno en la última
ocasión, y si había algo que a Manu le sobraba, era paciencia. Lo había
aprendido en el silencio durante los días de pesca con su padre. Era mejor no
apurarse a hablar. Ni apurar ningún movimiento. En el juego mucho menos.
El oponente se
encontraba de pie y golpeteaba sus rodillas con ansiedad.
Manu sostenía entre
sus manos a la Juana. Así
llamaba al bolon picado color leche. Todos habían jugado con una de esas. Ese
era la única ventaja. Manu había elegido la más picada porque resbalaba menos.
Agachado sobre sus
rodillas, sostenía en el hueco de su mano a la Juana , y acariciaba con el pulgar el cuerpo
áspero del bolón. Acomodó el dedo gordo detrás de Juana y concentró toda la
fuerza de sus ocho años en su mano derecha. Pensó en la cara de Lucho, pero no
lo quería mirar. En María Eugenia. En su papá. Y en el caniluz que brillaba.
Jarroneó con la fuerza de mil búfalos, y dio en el blanco.
Lucho se tiro sobre
sus rodillas llorando como solo un niño puede hacer.
Manu se paró sobre sus
pies, y se acercó al círculo a tomar los trofeos de su victoria. Miró a María
Eugenia y sonrió.
Ana Romero
Las palabras “caniluz”, “libuloso” y “jarronear”
son neologismos producidos en el taller literario cruzagramas. Ustedes,
queridos lectores, le darán el significado.
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