jueves, 11 de octubre de 2012

Canicristal


El silencio sobrevolaba el lugar y se posaba sobre la tensa atención del público presente.  Ocho miradas, dieciséis ojos, estaban puestos sordamente sobre Manu, Lucho y el Colo. Como en cada ocasión, se había acordado el botín, aunque todos sabían que allí se jugaba algo más.
Cada uno había puesto dentro del círculo viejos tesoros: dos teras, tres lecheras, cuatro nortes y una japo de cinco pétalos. Treinta en total, a todo o nada. Todo por el premio mayor: el caniluz. Para Manu, había un premio extra: entre los pares de ojos, estaban los de María Eugenia.
El círculo contenía los viejos canicristales de cada competidor y sus aspiraciones de gloria. Tres detrás del bandeo. Tres contendientes. Tres esperando el mismo momento y el mismo triunfo. Troya sería el desafío final.
El primer tiro, el más nervioso, le había tocado al jugador de pelo color zanahoria y pecas al tono. Con las manos llenas de agua inquieta y ansiosa, disparó con un movimiento tan libuloso, y con tanta mala suerte, que apenas consiguió empujar fuera del círculo tres canicristales. Pero el bolón quedó dentro, y ahogándose en el círculo, dejó fuera de juego a su dueño. Ninguno de los presentes podía creer tamaño acontecimiento. Los lances de este jugador, habían trascendido las fronteras de los distritos y muchas bellas durmientes esperaban el despertar de este valiente competidor.
La disputa quedaba entre Lucho y Manu.
En el anteúltimo tiro, Manu recordó las veces que su padre le contó la hazaña con la que conquistó a su madre. Él también había sido un habilidoso jugador de canicristal. Y eso le había proporcionado grandes satisfacciones: una foto blanco y negro en el mueble del comedor y una niña-mujer a quien amar. La arena del patio de los recreos se asemejaba mucho al circo romano, le solía decir. Recién ahora, Manu lo podía entender.
Manu pensaba que Lucho era un gran oponente, así que no le molestaba que sea entre ellos la decisión final. La ansiedad había logrado que Lucho perdiera el turno en la última ocasión, y si había algo que a Manu le sobraba, era paciencia. Lo había aprendido en el silencio durante los días de pesca con su padre. Era mejor no apurarse a hablar. Ni apurar ningún movimiento. En el juego mucho menos.
El oponente se encontraba de pie y golpeteaba sus rodillas con ansiedad.
Manu sostenía entre sus manos a la Juana. Así llamaba al bolon picado color leche. Todos habían jugado con una de esas. Ese era la única ventaja. Manu había elegido la más picada porque resbalaba menos.
Agachado sobre sus rodillas, sostenía en el hueco de su mano a la Juana, y acariciaba con el pulgar el cuerpo áspero del bolón. Acomodó el dedo gordo detrás de Juana y concentró toda la fuerza de sus ocho años en su mano derecha. Pensó en la cara de Lucho, pero no lo quería mirar. En María Eugenia. En su papá. Y en el caniluz que brillaba. Jarroneó con la fuerza de mil búfalos, y dio en el blanco.
Lucho se tiro sobre sus rodillas llorando como solo un niño puede hacer.
Manu se paró sobre sus pies, y se acercó al círculo a tomar los trofeos de su victoria. Miró a María Eugenia y sonrió.

Ana Romero



Las palabras “caniluz”, “libuloso” y “jarronear” son neologismos producidos en el taller literario cruzagramas. Ustedes, queridos lectores, le darán el significado. 

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