viernes, 5 de julio de 2013

amor



Una de las tareas más absurdas que he observado entre nosotros, simples mortales, y en la cual probablemente nos hundamos como en el Titanic, es esa fanática idea de intentar poner al amor en caja.
Porque cada vez que nos disponemos a hacerlo, se nos desliza de los labios y se desparrama en un lugar común, o en el más común de los lugares. En el encanto de lo sucedido en un instante que pasó de largo sobre las espaldas del tiempo. Sin revés. Sin nombres completos ni historias del todo reales.
Porque para empezar a hablar, debido a nuestra insalvable miopía, en cuestiones de amor, el jardín de al lado es siempre, o casi siempre, mejor. O siempre hay algo para acotar. ¡Pero vaya que se dificulta poner las manos a la tierra en el nuestro! Claramente existe una evidente desproporcionalidad, y las matemáticas nunca dan con el número correcto a la hora de calcular, la cantidad de agua luz y abono suficiente para que esa bendita planta germine, crezca y viva…al menos por un tiempo considerable.
Aunque pensándolo bien, nada más desatinado que esta metáfora ¿alguna vez lo pensaron? “El amor es como una plantita que hay que regar a diario….para que no muera”. La macana es que nadie nos enseñó nunca a mantener ningún maldito jardín.
Yo prefiero hablar de collage constructivo. Un collage de retazos. Sí. En este caso, prefiero lo gráfico a lo metafórico. ¿Quién a esta altura se animaría a comparar al amor con una planta? Es más que obvio que esta metáfora es parte de un mundo pequeño-burgués cuyas “familias bien” tenían tiempo de sobra para inventar metáforas y enseñarle a sus almidonadas hijas el arte de conservar jardines; y bajo el mismo trato desapegado, definiciones sobre el amor. Lejos quedó ese tiempo. Y lejos yo también.
El amor, a Dios gracias, no posee definición posible. Y esa es una de sus mayores virtudes. Porque los seres  que vivimos en este supuesto occidente, abarrotados de racionalidad técnica, nos hemos obsesionado con la posibilidad de lo imposible: clasificar todo, absolutamente todo lo que nos rodea. Una idea que emerge en las antípodas de la historia y que, es hora que lo asumamos, ya la realizó Adán.
El amor no se define. Ni se piensa. En todo caso, se tolera de la mejor manera posible. Como el cuerpo pueda. Porque no es fácil andar con él. Y mucho menos sin él.
Este sustantivo abstracto, generador de mariposas en el estómago pero también de revoluciones, es el abismo de incomprensión más profundo ante el cual nos encontramos de vez en cuando. Un salto al abismo. Un rayo que te parte al medio mientras definís los tipos de plantas en tu jardín.
No es posible hablar de amor sin poesía.
No es posible amar mientras cuidas la prolijidad del jardín. Porque mientras amas….algunas plantas…por razones desconocidas…también mueren.
Y esas plantas son apenas retazos. Retazos pequeños o inmensos, de vida de amores de historias completas e incompletas de nombres que se pierden en el pasado presente y ya se van perdiendo en el futuro. Retazos de comidas maternas mates con amigos tardes de cine guardapolvos paraísos e infiernos. Retazos de, sobre todo de viajes. Innumerables viajes que nos hacen caminar en la cornisa. Donde todo lo que sabemos acerca de definiciones, jamás, pero jamás, tendrán sentido.
Pobre de aquel que busque la definición para no sufrir la pena que a veces también implica amar. No hay un rasgo más torpe de nuestra soberbia humana que intentar  dirigir al amor. No hay rasgo más torpe que intentar ponerlo en caja.
Yo prefiero que me desarme la caja y me arruine el jardín, que me desarme y me vuelque la estantería, cada vez que pueda y quiera. A los sobresaltos y sin definiciones. Que llene mi vida de retazos que me sean absolutamente incomprensibles e imposibles de definir, no al menos con palabras.

Porque al fin y al cabo, el amor se compone de retazos que no entendimos no entendemos y ojalá...no entendamos jamás.

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