Una de las tareas más absurdas que he observado
entre nosotros, simples mortales, y en la cual probablemente nos hundamos como
en el Titanic, es esa fanática idea de intentar poner al amor en caja.
Porque cada vez que nos disponemos a hacerlo, se
nos desliza de los labios y se desparrama en un lugar común, o en el más común
de los lugares. En el encanto de lo sucedido en un instante que pasó de largo
sobre las espaldas del tiempo. Sin revés. Sin nombres completos ni historias
del todo reales.
Porque para empezar a hablar, debido a nuestra
insalvable miopía, en cuestiones de amor, el jardín de al lado es siempre, o
casi siempre, mejor. O siempre hay algo para acotar. ¡Pero vaya que se
dificulta poner las manos a la tierra en el nuestro! Claramente existe una
evidente desproporcionalidad, y las matemáticas nunca dan con el número
correcto a la hora de calcular, la cantidad de agua luz y abono suficiente para
que esa bendita planta germine, crezca y viva…al menos por un tiempo
considerable.
Aunque pensándolo bien, nada más desatinado que
esta metáfora ¿alguna vez lo pensaron? “El amor es como una plantita que hay
que regar a diario….para que no muera”. La macana es que nadie nos enseñó nunca
a mantener ningún maldito jardín.
Yo prefiero hablar de collage constructivo. Un
collage de retazos. Sí. En este caso, prefiero lo gráfico a lo metafórico. ¿Quién
a esta altura se animaría a comparar al amor con una planta? Es más que obvio
que esta metáfora es parte de un mundo pequeño-burgués cuyas “familias bien”
tenían tiempo de sobra para inventar metáforas y enseñarle a sus almidonadas
hijas el arte de conservar jardines; y bajo el mismo trato desapegado,
definiciones sobre el amor. Lejos quedó ese tiempo. Y lejos yo también.
El amor, a Dios gracias, no posee definición
posible. Y esa es una de sus mayores virtudes. Porque los seres que vivimos en este supuesto occidente, abarrotados
de racionalidad técnica, nos hemos obsesionado con la posibilidad de lo
imposible: clasificar todo, absolutamente todo lo que nos rodea. Una idea que
emerge en las antípodas de la historia y que, es hora que lo asumamos, ya la
realizó Adán.
El amor no se define. Ni se piensa. En todo
caso, se tolera de la mejor manera posible. Como el cuerpo pueda. Porque no es fácil
andar con él. Y mucho menos sin él.
Este sustantivo abstracto, generador de
mariposas en el estómago pero también de revoluciones, es el abismo de
incomprensión más profundo ante el cual nos encontramos de vez en cuando. Un salto
al abismo. Un rayo que te parte al medio mientras definís los tipos de plantas
en tu jardín.
No es posible hablar de amor sin poesía.
No es posible amar mientras cuidas la prolijidad
del jardín. Porque mientras amas….algunas plantas…por razones desconocidas…también
mueren.
Y esas plantas son apenas retazos. Retazos pequeños
o inmensos, de vida de amores de historias completas e incompletas de nombres
que se pierden en el pasado presente y ya se van perdiendo en el futuro. Retazos
de comidas maternas mates con amigos tardes de cine guardapolvos paraísos e
infiernos. Retazos de, sobre todo de viajes. Innumerables viajes que nos hacen
caminar en la cornisa. Donde todo lo que sabemos acerca de definiciones, jamás,
pero jamás, tendrán sentido.
Pobre de aquel que busque la definición para no
sufrir la pena que a veces también implica amar. No hay un rasgo más torpe de
nuestra soberbia humana que intentar dirigir al amor. No hay rasgo más torpe que
intentar ponerlo en caja.
Yo prefiero que me desarme la caja y me arruine
el jardín, que me desarme y me vuelque la estantería, cada vez que pueda y
quiera. A los sobresaltos y sin definiciones. Que llene mi vida de retazos que
me sean absolutamente incomprensibles e imposibles de definir, no al menos con
palabras.
Porque al fin y al cabo, el amor se compone de retazos que no
entendimos no entendemos y ojalá...no entendamos
jamás.
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