viernes, 7 de febrero de 2014

Escribir

Escribir buceando en el desorden de la mente, del escritorio, del cuarto, de la casa. Escribir sin mapa, como un viaje con inicio pero sin fin. Como un nacimiento. Calcular las escalas y destruirlas a cada paso, como se destruye a cada paso la certeza de que algo es para siempre.
Escribir descubriendo que el infinito se construye y se eleva solamente en las palabras, en el recuerdo de un tambor lejano, en la noche de un océano, en el fuego.
El impulso de escribir para no morir, para ser impulso vivo. Para dejar morir, para partir y ser partido al medio por algún rayo de una estación gris.
Escribir para anegarse de poesía. Simplemente escribir.
Levantar la mirada de la página en blanco, observar los libros que se humedecen con el silencio de una escritura no consumada. Pensar el destino de esas líneas y las que fluyen de tus dedos en ese preciso instante. Escribir para forjar el hechizo de lo inmortal.  
Escribir para acercarte, para conservarte en mi memoria, intacta. Escribir para recordar el olor de tu cocina, la mano que toca el piano y aquella que trabaja la tierra en la cosecha. Escuchar en el acto de escribir el ronronear de la máquina de coser por las madrugadas, los pies descalzos de un escolar tempranero. Sentir de nuevo en la nariz el olor de la leche recién ordeñada y el mate cocido al fuego. Escribir y reconstruir instantes de memorias.
Escribir para recordar tu mirada inquieta ante mi distracción parásita, tu búsqueda insistente de mi atención descuidada. Escribir simplemente para recordarte.
Escribir y caer en la cuenta de que es la única forma de respirar.
Acariciar el papel como si te estuviera cerrando los ojos por última vez y que luego los vuelvas a abrir aunque sea lejos, como en un sueño, pidiendo que los vuelvas a abrir siempre.
Escribir para reciclar, relentizar, relatar, recontar, revivir y volver a morir, dos, tres y cincuenta veces para volver a buscarte. Para volver a nacer de vos, desde vos, de tu vientre, siempre.


Ana Romero

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